Las Lágrimas de la Guerra. Capítulo uno: El Telegrama.

**Título de la obra:**  

*"Las Lágrimas de la Guerra"*  

 

**Autor:** [Losaliados]  

 

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**Capítulo Uno: El Telegrama**  

 

**Ubicación:**  

Pueblo de Villalba, provincia de Burgos, España.  

**Fecha:** 8 de enero de 1945.  

 

El invierno de 1945 llegó con una crudeza inusual a Villalba. La nieve cubría los tejados de las casas como un manto de luto, y el viento silbaba entre las calles vacías, llevándose consigo los ecos de una guerra que, aunque no había tocado suelo español, había arrancado a sus hijos para siempre. En una modesta vivienda de piedra, junto a la plaza del pueblo, Leona Vasco aguardaba. Sus manos, ajadas por décadas de trabajo en el huerto y el cuidado de su hogar, temblaban mientras sostenían un sobre arrugado. El sello del ejército español la miraba desde el papel, mudo y acusador.  

 

Habían pasado diez días desde que el cartero, con la mirada baja, dejó el telegrama en su puerta. Diez días en los que Leona no había sido capaz de romper el lacre. Sabía lo que contenía. Lo había sabido desde el momento en que vio al muchacho del correo correr hacia su casa, tropezando con la nieve, como si huyera de la noticia que llevaba. Pero ahora, sentada frente a la chimenea apagada, con el sobre sobre su regazo, la realidad se le clavaba en el pecho como una daga.  

 

La puerta de entrada chirrió. Eduardo Vasco, su esposo, entró con el rostro enrojecido por el frío y los hombros cubiertos de copos de nieve. Llevaba el abrigo raído, regalo de bodas en 1917, y en sus manos, un hatillo de leña que depositó junto en el piso para llevarlos a alimentar la gloria. No hizo falta que hablara. Sus ojos, oscuros y hundidos, se encontraron con los de Leona, y en ese instante, ambos supieron que el silencio había terminado.  

 

—Abre la carta, Leona —dijo Eduardo con voz ronca, sentándose a su lado. Su tono no era una orden, sino una súplica cansada.  

 

—No puedo —susurró ella, apretando el sobre contra su pecho—. Si no la leo, aún pueden estar vivos. Algún error… Quizá confundieron los nombres.  

 

Eduardo tragó saliva y le dijo Hoy me la he pasado en el cementerio, arreglando las tumbas de mis padres, y me pregunté cuándo tallaría tres lápidas nuevas—. Ahhh Se sorprende Leona.

 

Eduardo por Dios son tus hijos como puedes decir algo cómo eso.

 

No puedes pensar así mujer esa carta tiene diez días que llegó y ya la había leído, si tenemos suerte podremos enterrar sus cuerpos.

 

No te da vergüenza hablar así sobre tus hijos Don Eduardo acaso no se recuerda cuando Hugo, Lucas y pablo estaban jugando y corriendo entre los olivos, a ser soldados con palos de escoba y mire ahora el ejército los ha convertido en “héroes de verdad”, no te duele el corazón cuando tu mismo perdiste la rodilla que tanto te duele.

 

Mujer calma tus nervios que no soy de acero, si recuerdo a mis hijos pero yo hice todo lo que pude para que no se alistaran al ejército.

 

Mírame ahora yo no sé ni que soy porque viuda no he quedado, y huérfana hace tiempo que soy pero sin hijos que nombre tiene eso. Pobre de mí y Alicia que por cartas tendrá que saber que es hija única ahora. Ay que amargo tengo en esta garganta.

 

Mis hijos perdidos en un bombardeo en Francia, lo peor es que la carta la mandaron en septiembre y ellos ni tres meses tenían en el frente y ahora en enero tenemos esta carta.

 

—Los enterraron allí, Leona —murmuró, tomando la mano de su esposa—. Un oficial me lo contó. No hubo tiempo de traerlos.  

 

Leona soltó un gemido que pareció sacudir las paredes. Las lágrimas, contenidas durante días, brotaron al fin.  

 

—¿Cómo pudieron enviarnos esto? —gritó, blandiendo el telegrama—. ¡Tres hijos! ¡Tres! ¿Qué clase de Dios permite esto? ¿Qué haremos ahora? ¡Nuestra sangre, nuestra alegría, todo se fue!  

 

Eduardo la abrazó mientras los sollozos gritos de Leona resonaban en la habitación. Olía a humedad y a leña vieja, un olor que antes le recordaba a hogar, ahora le parecía el aroma de la desolación.  

 

—Sobreviviremos —dijo, más para convencerse a sí mismo que a ella—. Como hicimos después de la otra guerra.  

 

—¡Esta no es la misma guerra! —replicó Leona, apartándose con brusquedad—. En el 39 perdimos amigos, sí, pero nuestros hijos… ¡Nuestros hijos eran todo lo que nos quedaba!  

 

Eduardo se levantó y caminó hacia la ventana. Afuera, el pueblo seguía sumido en la niebla. Recordó el día en que los trillizos partieron: agosto de 1944, con uniformes demasiado grandes y sonrisas forzadas. "Volveremos para Navidad", habían prometido. Pero la Navidad pasó, y con ella, la esperanza.  

 

—No todo está perdido —insistió, volviéndose hacia Leona—. Tenemos la tierra. El huerto, las ovejas, las cabras y bueno la pobre Alicia.  

 

—¿La tierra? —Leona rio con amargura—. ¿Quién trabajará la tierra ahora? ¿Tú, con tu rodilla inutil? ¿Yo, que apenas puedo sostener un azadón? ¡Esos muchachos eran nuestras manos, Eduardo!  

 

El hombre se pasó una mano por el pelo canoso. Sabía que ella tenía razón. A sus cincuenta y cinco años, el trabajo físico era cada vez más duro. Sin los chicos, la cosecha se perdería, y con ella, su única fuente de ingresos. Pero no podía decírselo. No aún.  

 

—Habrá ayuda —murmuró—. El alcalde dijo que…  

 

—¡El alcalde! —Leona se puso de pie, con el rostro desencajado—. ¡El alcalde envió a nuestros hijos a morir! ¡Él y sus discursos sobre la patria! ¿Dónde estaba la patria cuando los alemanes bombardearon el valle? ¿Dónde estaban los santos de la iglesia, o los oficiales que ahora nos mandan telegramas vacíos?  

 

Eduardo guardó silencio. Recordó la última carta de Hugo, llegada semanas antes del bombardeo. "Aquí hace frío, padre, pero los muchachos y yo cuidamos de la bandera", decía. Mentiras. Todo eran mentiras para que no lloraran antes de tiempo.  

 

—Debemos honrarlos —dijo al fin, con voz temblorosa—. Ellos creyeron en algo.  

 

—¿En qué? —Leona lo miró con ojos enrojecidos—. ¿En la gloria? ¿En la muerte?  

 

—En nosotros —respondió Edurado, acercándose a ella—. En el futuro que queríamos darles.  

 

Leona se derrumbó en sus brazos. Por primera vez en días, lloró sin contenerse, empapando el viejo abrigo de su esposo. Eduardo la sostuvo, sintiendo cómo el peso de la guerra, de las pérdidas, de los años de hambre y miedo, los aplastaba a ambos.  

 

—Los recordaremos —prometió—. Cada día.  

 

—No es suficiente —susurró Leona.  

 

—Nunca lo es —admitió él—. Pero es lo único que nos queda.  

 

Y así, abrazados en la penumbra de su hogar vacío, los Vascos comenzaron a llorar por sus hijos. No como héroes, ni como mártires, sino como los niños que una vez corrieron entre los olivos, soñando con un mundo que nunca llegó a existir.

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